Ancón

Siempre en épocas calurosas, desde que tuve uso de razón hasta que murió mi abuela, toda la familia se mudaba a Ancón, lugar ideal para el verano ubicado a muchos kilómetros norte de Lima; eran momentos de libertad y diversión pura sin más preocupaciones que el pinchazo de una rueda de bicicleta y la pérdida de una sesión de cine antiguo. Ahí, junto a las playas astilladas, los barcos y casas abandonadas fue donde mi inocencia veraniega nació, divagó y vivió durante muchas lunas hasta expirar lentamente con la mamama.

Hace algunos años me visitó la nostalgia y enfermé gravemente; después de un día cargado de estrés por el trabajo decidí no regresar a la oficina y enrumbarme a tan bello paraje infantil; emprendí viaje por la Panamericana, con terno y corbata, hasta arribar al recordado balneario norteño.

Llegué muy tarde, casi a medianoche y Ancón estaba muy oscuro y lúgubre; desde el principio me percaté de que no existían muchos cambios a lo largo de éstos años. Al acercarme y tratar de entrar en la playa de estacionamiento la vía se hizo muy angosta y sinuosa, cuesta abajo en un cerro, y para poder aparcar tuve que girar el timón rápidamente de un lado al otro y hacer los mismos malabares con los que mi padre luchaba veinte años atrás. Justo en ese momento, cuando ya se olía el aroma a humedad, óxido y aceite quemado del garaje, un coche encendió las luces y se dispuso a salir, y como la pista es de una sola vía terminamos cruzando parachoques, miradas y fuertes alusiones a la familia.

Caminé por las nocturnas callecitas anconeras, por el amplio malecón y encontré muy poca gente, excesivo frió, cuantiosa arena y profundos recuerdos que agudizaron mi enfermedad sentimental: desde el sabor y sonido del estruendo marino, la fría suavidad de la arena y el dolor de las astillas de los barcos abandonados hasta el aroma del pescado en el muelle principal, el suave aleteo de los pelícanos y las pocas luces de los edificios frente al mar me incitaban a recordar mi niñez y el tiempo que viví en ese paraíso.

Al amanecer, en la húmeda cama de hostal, visité el portal del edificio dónde veraneaba la familia; era el Casino de Ancón, con sus innumerables y pequeñas escalinatas que daban al corredor principal del edificio y a las instalaciones del casino. Me senté en varios escalones a recordar y observar el aire y el mar cuando de pronto tres revoltosos niños casi me atropellan al bajar con sus enormes bicicletas de paseo: el más alto llevaba lentes muy antiguos de carey, un inmaculado polo de rayas azules y blancas que le llegaba hasta justo encima del ombligo, un pantalón blanco hasta las rodillas, zapatillas azules con cocos y un reloj digital enorme amarrado en su delgada muñeca; el segundo era gordito, con un polo blanco que dejaba leer “Texaco”, un traje de baño negro y una zapatillas rojas y blancas; el último niño era muy pequeño, blanco y rubio, estaba muy flaco, se le notaban las costillas y parecía el más travieso de la pandilla. Salieron muy rápido desde la oscuridad de la puerta principal del edificio, sin preocuparse de nada y ni se dieron cuenta de que yo estaba sentado; pasaron a mi lado como cuando las flechas de vaqueros rozaban los vellos de los apaches.

Yo siempre salía a montar bicicleta por Ancón con mi hermano y mis primos; hacíamos carreras muy disputadas por el malecón, desde la heladería D’onofrio hasta el Yatch Club. En el trayecto esquivábamos anconetas, heladeros, surfistas, barquilleros, señoras en grupos lentos, señores solitarios observando bikinis, niños pequeños con bicicletas de rueditas y otros un poco más grandes en enormes bicicletas de paseo, adolescentes fumando, niñas llorando en busca de mamá, parejas de enamorados agarrados de las manos, señoras vendiendo guargüeros y tamales y perros callejeros oliendo los zapatos de los señores morbosos y los de las señoras lentas.

Me acuerdo de un día en que al regresar al edificio, agotado de tanto ejercicio y aullido y maldición de la gente casi atropellada, topé con un señor muy extraño con lentes negros sentado en la escalera que me miraba muy extraño y sorprendido. No le hice caso, pero esa mirada se me quedó clavada en la memoria y siempre aparecía en mis sueños y ensueños.

Permanecí una hora más sentado en las incómodas escalinatas antes de subir al departamento. No pensé en nada, sólo observé las olas del mar, los barcos abandonados y el andar de la gente y de las anconetas. Toque varias veces el portón hasta que, tímidamente, el niño con lentes de carey acudió a mi llamada. Me abrió la puerta a medias y se quedó helado en el acto; noté su temor en el constante golpeteo de su mano contra la puerta; pregunté: “¿Eres tu Juan Carlos?”. Él asintió temerosamente y abrió la puerta.

La vivienda era la misma que recordaba en mis sueños de infancia, ¡estaba intacta! La entrada permanecía adornada con enormes flores secas junto al arcaico teléfono; el mágico comedor poseía los cuadros de paisajes españoles que tanto me gustaba ver; en la mesa, mi abuela jugaba al gin con mi madre; en una mesa contigua, mi abuelo escuchaba las novedades hípicas en una radio negra, cuadrada y con dial y leía sus revistas junto a su imprescindible papel higiénico; en medio de ambas mesas todavía permanecía el televisor en dónde vi de nuevo la fatídica explosión del Challenger.

Caminé por el pasadizo hacia el exterior, los saludé pero no me vieron, parecían muy concentrados en sus tareas. Al llegar a la amplia terraza noté que toda la mueblería se mantenía en perfecto estado; en el centro, una fría hamaca turquesa poseía una magia especial y era el centro de atención de todo Ancón. Mecerse en el mencionado artefacto tenía su truco y generaba un placer indescriptible.

La roja terraza estaba habitada por muchos niños, unos montaban bicicleta, otros corrían, otros lanzaban globos de agua a las anconetas, otros se enjuagaban las manos en pétalos de flores antes de echarlos sobre la procesión. En ese mismo instante, atrás de la hamaca turquesa, mi padre jugaba póquer con dados, tomaba gin y emitía gemidos masculinos junto a sus hermanos y una curiosa niña que se inmiscuía en el juego y el licor.

Caminé despacio junto a la majestuosidad de la vista anconera; desde ese lugar privilegiado se podía observar muy claro el tránsito de personas por el malecón, en la playa, entre las barcas, alrededor de las casas embrujadas, en los balcones de los edificios; montar anconetas y bicicletas; pescar en el muelle; nadar y bucear en el mar; manejar y chocar los pedalones; esquiar y flirtear en las lanchas; dormir en los yates; cegarse con el sol.

Recuerdo con ansiedad las puestas de sol, pasando del calor al frío sentado en la hamaca junto a mi abuela. Siempre quería quedarme hasta que todo fuera oscuro, y mi mamama siempre aceptaba. Al final terminaba con la cabeza recostada en sus faldas y ella quizás algo molesta porque no sabía qué hacer para moverse. En fin, siempre pasaba lo mismo, pero ninguno de los dos intentaba no repetirlo.

Me senté en la hamaca verde de la abuela y observé el mar y todos los pequeños acontecimientos que sucedían a mi alrededor sin que nadie se percatara de mi presencia. En ese momento, el pequeño niño de lentes de carey se me acercó y se sentó a mi lado. Noté en sus enormes ojos una enorme lucha interna por sobrevivir en el mundo, por nacer, por vivir, por crecer. En sus expresiones confirmé su gran timidez y su afán por hacer las cosas bien. Era un niño introvertido, travieso y tímido, pero bueno.

Me preguntó que quién era yo; le contesté que un amigo suyo, un gran amigo, uno que nunca había tenido y que jamás tendría. Frunció la nariz y me respondió que cómo podía ser su amigo si no me conocía; le dije que si me conocía, sólo que estaba muy cambiado, ahora era trabajador, idealista, detallista. Hablamos un buen rato y me contó algunas hazañas con su bicicleta y los pedalones y yo le conté de mis viajes por Europa y Estados Unidos. Perdió el miedo y tomó confianza muy pronto, contándome algunas cosas que no quería oír, como los choques de bicicletas y algunas muertes de niños en el malecón.

Charlamos durante mucho tiempo más hasta que mi madre lo llamó a cenar. Acotó que yo era un tipo extraño pero que le había caído bien y que ojalá nos viéramos de nuevo; yo le aconsejé tener más seguridad y libertad. Se despidió con un apretón de manos y en ese momento notamos que en la unión de las dos manos se reconstruía el mismo lunar que ambos teníamos. El se asustó y corrió hasta las faldas de su madre con un grito espeluznante.

En ese momento me paré y caminé por la terraza, y absorbí una vez más la fría brisa del mar de Ancón. Respiré la nostalgia de la nobleza de la abuela, de la gracia del abuelo, del dinamismo de papá. Cuando volví la cabeza ya no estaba la hamaca, ni la radio negra de las carreras, ni las desgastadas cartas de plástico, ni las coloridas flores secas. Todo había desaparecido en el aire: la hamaca, los pétalos de rosa, los globos, las sillas, las mesas, mis abuelos, mi padre.

JC Magot 2005

5 comentarios

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5 Respuestas a “Ancón

  1. Anónimo

    very touching.

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  2. Anónimo

    Precioso relato… me has hecho recordar aquellos veranos en Ancón, las carreras en bicicleta por el malecón y el primer helado zambito que probé en mi vida, el de esa heladería, me encantaba ir ahí con mi mamá. Lástima que los veranos anconeros hayan pasado tan rápido, felizmente el recuerdo queda.

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  3. Anónimo

    Interesante y hermosa narración de los veranos anteriores, a lo que fue nuestro Ancón, soy nacido en este hermoso balneario de nuestro Perú, que no lo cambiaria por nada del mundo, no me acostumbraría en vivir fuera de el, se añoran los años idos, pero se sigue disfrutando de ese aroma hay veces indescriptibles, ver en cada momento paseando por las playas, su mar, las aves, las tradicionales señoras cevicheras, paseando a las personas que se notan no ser del lugar, que buscan la soledad, el distraerse de los problemas, relajarse un momento del tedio de labor cotidiana, de los enamorados en distraerse buscando un rincon solitario.Como no recordar esos momentos que uno mismo lo vivió en esos tiempos, todo lo manifestado en su relato, es algo que remueve los recuerdos de los veranos, cuando las playas se llenaban pero no como ahora que se tupen que ni ingresar al mar se puede, todo ahora es negocio, multitud de gente que en su momento busca el relax, pero en su inconciencia dejan las playas hechas un muladar, como no recordar lo que fue Ancón, viendo estos momentos que molestan como dejan a este balneario hermoso.

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  4. Anónimo

    Narras con tal dinamismo y nostalgia, muy digno de un poeta. Dicen que recordar el pasado en muy gratificante y hasta melancólico, pero mucho más interesante es delirar con el mañana que viene cargado de sorpresas que arremeten tu vida y desperdigan escenas alegres y tristes…Hoy, con tu crónica, recuerdo a mis abuelitos con quienes compartí vivencias casi imaginarias e incomprendidas, que aún pongo en práctica como la música. Pónganme a Nat King Cole con su famoso «unforgettable», Lucho Gatica, Johnny Ray, Frankie Lane y The Platters y su «Only You»…Con tan solo 27 años, admiro y disfruto de la buena música que hizo delirar a toda una generación, incluyendo a mis abuelitos que nunca se cansaron de escucharlos; y a pesar de los años transcurridos me enseñaron a disfrutarla a su lado. Mis abuelitos que conmigo ya no están, pero vivirán por siempre en cada melodía y letra de estos cantantes.Gracias, a tus escritos reviví mi niñez… simplemente gracias…Por casualidad encontré tu blog… Compartamos escritos, escríbeme al e-mail pequena8012@gmail.com

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  5. ancon es un distrito muy lindo lo cual debemos cuidarlo ps

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