Escape

El hombre corre por el bosque en búsqueda de refugio, lo siguen de cerca, lo huelen, puede oír el rugir de los osos que se acercan, tiembla, le rechinan los dientes. Descansa unos segundos y luego sigue corriendo.

— ¡Hacia dónde voy! ¡Hacia dónde voy! —se pregunta de manera repetitiva y desconcertada.

Mira hacia todos los lados y divisa una colina. Corre hacia ella, sube, se detiene un instante y vislumbra una pequeña vivienda al oeste. Respira hondo y emprende carrera. Oye el rugir de los animales que se acercan, parecieran no estar a más de cincuenta metros, casi le pisan los talones.

Llega a la cabaña y empieza a escrutar el pórtico. Detecta un hacha clavada en un tronco de madera, da un brinco para cogerla, pero está incrustada y es difícil sacarla. Intenta de nuevo, el rugir aumenta de manera exponencial, se hace inminente la presencia de las fieras, el hacha no sale, se necesita mucha más fuerza, se sube al madero, y con un gran grito de fuerza logra extirparla. Ese mismo grito empalma con el rugir de los dos osos que ahora están frente a Simón.

— ¡Ni se me acerquen porque les corto el hocico! —les grita Simón mientras mueve el hacha de un lado al otro.

Los osos se acercan poco a poco sin importar lo que podría estar gritando Simón. El más grande se lanza contra el hombre y él solo atina a balancear el arma de abajo arriba con toda su fuerza y se clava justo en la yugular del animal. De un segundo a otro el pórtico de la cabaña, el suelo, los árboles cercanos y el tronco quedan regados de sangre. El oso da un suspiro y cae muerto. Inmediatamente el otro animal mira fijamente a Simón quién todo ensangrentado se pone pálido de miedo. Siente que el cuerpo se le desvanece de terror. La bestia se acerca poco a poco y cuando está a pocos metros, el fuerte olor a sangre lo distrae, vislumbra a su compañero derribado y empieza a emitir gemidos de dolor. Salta sobre su pareja y con el hocico trata de hacerla reaccionar sin éxito. El terror se vuelve compasión. Simón aprovecha, da la vuelta y sigue corriendo lo más rápido que puede.

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Relato libre

¡Vengan todos!, gritaba don Luciano poco después de despertar, leer un poco y bañarse. Él tenía un sueño profundo, producto de años de perfeccionamiento en el arte de dormir, en los cuales intentó varias cosas antes de acostarse: correr cuatro vueltas a la manzana, oler de flor en flor todos los galanes de noche del jardín interno, tomar de un solo sorbo un litro de valeriana, meditar con música de Bach debajo del espiral de la gran escalera principal de la casa, o tomar duchas de agua hirviendo. Pero después de muchas noches de intentos en vano, nada resultó mejor que quemar cinco palosantos en su habitación hasta que todo el humo se enrede entre las cortinas, las lámparas, las alfombras, los cubrecamas, las almohadas, sus oídos, su nariz y llegue a adormecer su mente. ¡Dormía como un bebé después de tomar el biberón! Nueve horas después despertaba y de inmediato empezaba una rutina muy estricta: estirar los brazos, manos y dedos uno a uno hacia arriba hacia abajo, a la derecha y a la izquierda, saltar en la pierna izquierda mientras cogía la derecha, luego en la derecha mientras cogía la izquierda, estirar las pantorrillas, agachar el cuerpo hasta tocar los dedos del pie con los pulgares, estirar la cabeza de un lado a otro, brincar, hacer un pique a toda velocidad hasta la puerta del baño y bajar las escaleras con un rechinar de las maderas de cada escalón con pasos peculiares que daban muestra de su estado de ánimo. Un día triste podría sonar como el Réquiem de Mozart; uno alegre parecía un himno, pero generalmente era una melodía veloz, algo como ñic-ñic-ñac-ñac-ñic. Y eso no quedaba ahí pues la casa estaba totalmente revestida con maderas que se conectaban unas a otras y al estar tan viejas y carcomidas, cada paso y brinco de don Luciano se escuchaba por toda la casa. Con cada ñic, en la cocina rechinaban las ollas, con cada ñac, se escuchaba un cling de copas desde el bargueño y, al pisar el último escalón, todas las ventanas chirriaban por un buen rato como si fuera una caja de resonancia.

Don Luciano amaba su casa más que nada en el mundo. Participó en su construcción allá por 1814, cuando la revolución libertadora empezaba y había llegado a Lima un arquitecto italiano atraído por el boom maderero. Don Luciano lo contactó y lo contrató en el acto, especialmente al ver su pasión por la madera y el arte que hacía con los enormes árboles que trajo desde la selva. Y claro, durante todas las etapas de la construcción, don Luciano estuvo metido hasta en los más pequeños detalles. Para los tallados de la puerta principal, ayudó al italiano a esculpir dos enormes caballos. Para el piso, paredes y techos el italiano se enfrascó en usar caoba muy elegante y se encaprichó con que los marcos de las ventanas deberían llevar un estilo barroco, muy de moda por esos tiempos. Pero la mayor de las exquisiteces de la casa era la lámpara del salón principal, que fue hecha a mano por el propio italiano pues no dejó que nadie más pusiera un dedo encima, y terminó siendo un tremendo lamparón de cuatro redondeles concéntricos de hasta dos metros de diámetro, que llevaba cientos de velas que daban una luz intensa, y pie al pasatiempo favorito de don Luciano: la encendida. Todos los días, después de la puesta del sol, tomaba su varilla de fierro, prendía la mecha en un extremo y, con una gran elegancia, se estiraba tanto como podía para prender, de una en una, todas las velas. Cada día imaginaba una nueva forma de estirarse para prender las velas, algunos días parecía ballet y otros días parecía vals. Horas después, antes de dormir daba los mismos estirones para apagarlas una a una.

 

Después del baño, los estiramientos, las piruetas matutinas y el grito, don Luciano iniciaba la preparación del desayuno para sus comensales. Poco después, se empezaba a escuchar movimiento. A la izquierda de la casa, a poca distancia estaba el asentamiento San Martín, donde vivían los hombres del pueblo. Para llegar ahí había que tener mucho cuidado pues había enredaderas con espinas. El camino a Santa Rosa, donde vivían las mujeres, estaba a la misma distancia de San Martín pero en la dirección opuesta, y era en cambio un camino muy recto, colorido, con muchas flores, que siempre eran bien cuidadas y podadas.

Las mujeres llegaban siempre primero y muy contentas se sentaban en los sitios claves en la mesa del desayuno; nunca se sabía a ciencia cierta a qué hora llegarían los hombres pues siempre llegaban cinco, diez o hasta treinta minutos tarde. Durante esos minutos de tardanza que parecían horas, don Luciano se mantenía sin habla, pero sus dedos hacían un tic-tac nervioso sobre la mesa. Cuando los hombres se aproximaban se escuchaba un escándalo bárbaro, luego se sentaban donde podían y en ese momento, don Luciano retiraba las sillas de los que no llegaron y ordenaba la mesa de forma que todos estuvieran sentados de manera equidistante.

Después del desayuno que don Luciano servía con mucho cuidado, toda la muchedumbre se organizaba en parejas o tríos al azar y empezaba con las labores diarias y ahí empezaban algunas rencillas. Una de las mujeres prefería regar las valerianas que limpiar los caballos del pórtico, otra no quería treparse en una escalera para desempolvar la gran lámpara, un hombre no le daba la gana de echar abono al jardín interno y hubiera preferido por echar barniz a las escaleras. Pero todas las disputas desaparecían cuando don Luciano aparecía con su gran victrola, le daba varias vueltas a la manija y brotaba la música de Bach a calmar los ánimos. Poco a poco el rio volvía a su cauce.

Bach formaba parte del día a día de la casa, pues sonaba por todos los rincones, en especial por las tardes, cuando hombres y mujeres se reunían en el salón principal y seguían la música con sus cuerpos como si estuvieran dominados por alguna fuerza extraña. En ese momento, don Luciano incrementaba el volumen de la música y mientras Bach hipnotizaba a la muchedumbre, él empezaba a encender cinco palosantos en cada extremo del salón y poco a poco el humo se enredaba entre los tallados barrocos de las maderas, los caballos del pórtico, la gran lámpara, los oídos de las mujeres, las narices de los hombres y llegaba a adormecer sus mentes. Uno a uno caían donde podían. ¡Dormían como bebés después de tomar el biberón! Nueve horas después despertaban y de inmediato regresaban a Santa Rosa y a San Martín.

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Subida al techo

Subir al tejado de noche siempre fue trabajoso: había que trepar al altillo de la ventana y, a oscuras, saltar y balancearse con un vaivén casi circense por cada uno de los barrotes del balcón hasta alcanzar las enredaderas. Desde ahí la maniobra era más sencilla pues con el tiempo la hiedra tomó la forma de un zigzag casi perfecto que con un poco de destreza y fuerza se podía subir rápido. Lo que sí, se debía tener mucho cuidado pues las enredaderas son ruidosas y si no se sujetan con cuidado podrían despertar a la tía Amelia que ronca como una condenada en la habitación de al lado. Y es que la tía Ame, como le decimos de cariño, se acuesta muy temprano, duerme con la ventana y la cortina abiertas y pareciera estar despierta o en una pesadilla constante: frunce los ojos, hace muecas con la boca, levanta las cejas y hasta sacude el pelo mientras los gruñidos se transforman en jadeos que parecen asfixiarla. Una vez se levantó justo cuando uno de sus sobrinos saltó a la trepadora y ella, casi sin ver y solo al sentir el ruido, ver empezó a gritar por la ventana que querían robarle sus joyas y en una hora cinco patrulleros estaban en el pórtico de la casa. Pero bueno, con un poco de destreza y cautela la tía sigue con sus ademanes y no llega a despertar; y subir al tejado se vuelve un deleite, en especial los días de cuarto menguante, donde recostarse sobre las tejas para dejarse llevar por el embrujo de las estrellas, el juego de los planetas y signos, los apasionantes ladridos, los vertiginosos espejismos y la sensualidad de la luna es una delicia; incluso cuando la noche se aclara y aparecen las nubes, el morado, el rojo, la lluvia, el sol y la brisa marina, hasta que la ilusión se destroza en segundos al escuchar a la tía gritar desde el primer piso que el desayuno está listo. Saltar a la enredadera, bajar el zigzag, dar un brinco al balcón, balancearse por los barrotes, tomar impulso y con una gran pirueta entrar a la habitación y correr por las escaleras al desayunador. Libertad, le dicen, presumo.

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El petirrojo de la rama torcida

Eran las 6 de la mañana cuando un lindo petirrojo aterrizó en una rama torcida que había en unos de los extremos de Montecuna. Tenía el pecho negro, las plumas muy rojas, el cuello con una especie de collarín rosa y una cresta blanca coronaba su cabeza. Se balanceó de arriba abajo varias veces; desde ese sube y baja podía ver el impresionante escenario: inmenso, verde, multicolor, casi como un océano emanando felicidad a través de una gama de colores que alumbraban el día, era imposible no quedarse perplejo. A lo lejos unos inmensos árboles protegían a las flores y perfumaba el lugar con una esencia de menta y libertad. El petirrojo se quedó varias horas en la rama hasta que escuchó unos sonidos extraños y huyó.

Regresó por la noche, pero llovía. No le importó. Se refrescó en una galatea y se quedó seco, dormido, en medio del bosque de flores y plantas, embriagado con puro rocío de eucalipto.

Al otro extremo del lugar, por donde estaba la civilización, una gata negra corría por los tejados. Sus ojos parecían dos luceros azules que enfocaban fotográficamente cada rincón oscuro del pueblo, veían hasta las esquinas más apartadas. Con sus dos patas delanteras raspaba las tejas que se deshacían con la lluvia y se volvía barro. Era más fácil construir un nido con lluvia, parecía pensar la gata con sus ojazos abiertos.

Cuando la lluvia terminó, la gata se recostó en el nido y vio mejor el panorama. Pegó un brinco, se resbaló, maulló y cayó al suelo. Se levantó y empezó a caminar despacio por la terraza. Se escabulló entre varios arbustos, trepó varios escalones y llegó a una inmensa acequia. Tomó agua. Trepó por una enredadera. Sintió un movimiento. Corrió. Cuando se acercó al extremo norte, pudo ver un pájaro entre los matorrales. Se acercó lentamente. Husmeó. El petirrojo no reaccionó, estaba seco. La gata lo empezó a lamer. Inmóvil, no reaccionaba, lo movió y nada. Parecía muerto.

A las 6 de la mañana del día siguiente un estruendoso motor despertó de golpe a la gata. Estaba totalmente mojada y embarrada. Buscó al petirrojo pero no estaba. El sol empezó a asomar y la gata buscó refugio rápidamente. Unos minutos más tarde, cuando la madrugada estaba en su apogeo, llegó una bandada de pájaros de todo tipo y color: azules, verdes, grises, blancos y rojos a adornar la enorme casa blanca. El petirrojo se perdió entre la muchedumbre y empezaron a cantar tonadas ancestrales, esas que les enseñaron sus padres y que tan felices los hacía. Vibraban con cada nota, aleteaban, se excitaban. Pronto era una perfecta y muy dulce sinfonía que empezó a despertar a todo el mundo. La gata, desde su escondrijo diurno, escuchaba con emoción el concierto. La bandada formó filas y voló de ventana en ventana, pasó rozando por los tejados, revoloteó por las ramas de los grandes árboles, zigzagueó por los barrotes de las rejas y chapoteó en la catarata. Era una comparsa, un séquito que llevaba felicidad a todo Montecuna y auguraba un nuevo día, uno muy feliz.

El petirrojo volvió a su lugar más preciado, la rama torcida a un extremo del pueblo. Se balanceó de arriba abajo varias veces; desde ese sube y baja pudo ver todo el impactante escenario frente a él: inmenso, verde, casi como un océano que emanaba una gama de colores que alumbraban el día… pero había algo raro esa tarde. La gran explanada parecía tapada de cobertizos blancos y enormes columnas de metal. Gigantes trabajaban muy fuerte cargando tremendos paquetes. Perplejo, el petirrojo cambió de rama por primera vez en mucho tiempo. Desde el otro ángulo, lo mismo, un gran cobertizo blanco y enormes columnas de metal. Movió la cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Voló alto, muy alto. Desde el cielo podía ver todo perfecto: el agua que nacía de una gran catarata, el lindo pueblo blanco, las flores multicolores que adornaban los árboles, las buganvillas enredadas con el pueblo. Pero el gran cobertizo permanecía ahí. No entendía qué pasaba. ¿Por qué cubrir la belleza? parecía preguntarse.

Regresó por la noche, a tratar de dormir perfumado de eucalipto en una galatea, pero un estruendoso ruido lo sorprendió. Un enjambre de gigantes metidos en el cobertizo se movía simulando un ritual ancestral. El petirrojo voló a la rama curva y se quedó perplejo observando el espectáculo. No aguantó mucho. Vio pedazos de pan y decidió ir por uno. Voló entre las columnas, pasó por sobreros, manos, matamoscas y coronas hasta dar con una masa deliciosa adornada con una especie de casita con dos gigantes enanitos en la punta. Picoteó todo lo que encontró y volvió a la rama torcida. Esa noche no durmió, no entendía lo que pasaba. ¿Por qué cubrir la belleza? parecía preguntarse.

A las 6 de la mañana, justo cuando sonaba el estruendoso motor, voló al cobertizo. Vio la gran explanada magullada, cubierta de tierra y desorden. Se recostó sobre un tablero y lloró. Lloró mucho. No entendía lo que pasaba. A lo lejos, encima del tejado divisó a la gata, su amiga.

Ahora había tres gatos que maullaban por comida desde el nido. El petirrojo no lo dudó dos veces, aleteó muy fuerte y se elevó poco a poco hasta las nubes. Se dejo caer libremente. Caía, caía. Mientras recorría esos metros de gravedad, pensó en la galatea, en la explanada verde, en la gama de flores, en la esencia de los eucaliptos, en la rama torcida, era imposible no quedarse perplejo. Apuntó al tejado, cerró los ojos y cayó… todo lo demás fue felicidad.

JC Magot 24.03.2009

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Alborada en vivo

Uno de esos tantos fríos domingos de agosto estaba sentado, casi dormido, frente a la televisión. Envuelto en mantas, colchas, babuchas y una gran bata, navegaba entre pantallazos de Mash, Los Munsters, Megaconstrucciones y esos noticieros europeos que comentan temas tan exóticos como el último nacimiento de unos cuatrillizos en una carpa de exploración en el sur de Uganda. Al transitar por los canales me topé con cuatro incas de pelo largo que cantaban agudamente en quechua. Si bien no sé hablar quechua –ni lo entiendo- la cultura andina me apasiona. Seguí el ritmo desbordante de la música que sutilmente emanaba del T.V., y poco a poco me sentí transportado a las partes más altas de la sierra andina: pasé muy cerca de Chincheros, nadé calato en la laguna de Piuray, di vueltas engrandecido alrededor de los pastizales y montañas de Pisac y corrí libre por los campos de Sacsayhuamán.

Cuando acabó la música y se proyectaron los anuncios comerciales no pude cambié de canal hasta que apareció la conductora del programa vestida con minipolleras y comentó que la música era de Alborada, un grupo oriundo del Perú y que radica en Alemania. Así de seco terminó el programa. Apagué el televisor y empecé a investigar en Internet. Bajé canciones, leí artículos, pregunté a desconocidos por el chat y hasta vi vídeos en Youtube.

Leí y concluí que Alborada es una especie de mixtura andina de peruanos, ecuatorianos y argentinos que se unieron para preservar y fomentar las raíces musicales del continente. Han explorado y analizado bastantes zonas americanas, incluso la música de los apaches en Estados Unidos. Me encantó. Al día siguiente ya tenía varios discos y en mi cuerpo danzaban canciones como Siwar Dance, Yawar Raymi o Wayanacuy.

Pienso que, en sí, la música de Alborada es una reinvención o estilización de los ritmos andinos profundos, una especie de novo-huayno envolvente que incorpora instrumentos e influencias del rock, electrónica y quién sabe qué más, grabados y mezclados con equipos de alta tecnología y calidad en estudios alemanes.

Gracias a Alborada, pasé ese invierno, primavera y verano explorando las nubes neo-folclóricas del continente. Navegué por el Mercado Central, por el de Surquillo, por los ambulantes del centro de Lima y en unos meses ya era un experto en el folclore peruano. Conseguí discos, intercambié otros y hasta se me dio por escuchar a Los Campesinos en el carro.

En las semanas que siguieron perdí varios amigos, especialmente los más esnobs, pues para ellos la música está claramente fragmentada y sus partes deben encajar exactamente con las clases sociales. Sus oídos están únicamente reservados para escuchar música de países desarrollados – léase “in inglish” – y según ellos la música en quechua es de pobres, cholos y empleadas. Me cansé de discutir pero no importó, solo me sirvió para darme cuenta quienes en realidad son amigos y quienes parte de esa neblina pseudo-yuppie que invade y ciega a algunos limeños y que es también la causa principal del sub-desarrollo e inmadurez del Perú. Me sirvió también para conocerme un poco más, darme cuenta que, por suerte, no tengo prejuicios de ese tipo… Solo me dejo llevar por la música, desde el silencio sepulcral de las catacumbas de San Francisco hasta los rincones más oscuros del gris invernal limeño.

Pasó el año 2006 y Alborada se volvió parte de mí. Es más, sus discos estaban mezclados en mi discoteca con los de R.E.M., Pearl Jam, Donizetti, Mozart, The Doors, Cementerio Club, Leonard Cohen, Soda Stereo, Carlos Vives o Kevin Johansen; el Sunqunchikpy Otavalo al costado del Murmur y el Caminos al Sol junto a L’elisir d’amore.

En abril de este año fui a uno de los conciertos de Alborada en el Parque de la Exposición. No sabía que se presentaban, fue una amiga quien me llamó –a último minuto- para ir. Hace buen tiempo no iba a un concierto por lo que acepte y, como ya era algo tarde, salí directo al centro de Lima.

Al estar casi por entrar al parque, cerca de la Av. 28 de Julio, no podía creer lo que veía: un mar humano se meneaba como un enjambre de avispas rondando un panal: vendedores de manzanas acarameladas y globos de colores se mezclaban con los de empanadas y anticuchos; niños, padres, viejos, adolescentes y pancartas se sumaban a la gran masa de personajes imperdibles en cualquier fiestón popular de la nueva Gran Lima.

Entrar al Parque de la Exposición en automóvil fue y es más que martirio. Y es que parece que el ingenioso arquitecto que diseñó el parque se enfocó en idear una maravillosa una playa de estacionamiento, pero se le acabó la inspiración al dibujar el acceso: hizo un gran arco con una única vía de acceso para entrar y salir; es decir, los carros que quieren entrar se topan de frente con los que quieren salir y se forma una congestión cargada de humo, insultos y bocinas que estresan hasta al niñito marinerito que dulcemente espera en la tremenda cola con su madre, mientras da un mordisco a su manzana acaramelada que a esa altura ya está cubierta de una capa grisácea y viscosa de CO2. En eso, cuando recordaba las manzanas acarameladas de las visitas escolares al Parque de las Leyendas, un policía que merodeaba por el lugar me grita: “Señor, señor, por favor, ¡muévase para que salga la Toyota!”.

Logramos estacionar y luego caminamos un rato por el parque, entre la asombrosa cantidad de gente, las pancartas, los revendedores, los árboles y el desorden propio que se adueña de este tipo de espectáculos limeños. En el suelo, la suciedad ya estaba más que pegada y simulaba sarna de perro.

Recorrimos el parque en búsqueda de las boleterías pero estaban cerradas desde semanas atrás y solo quedaban revendedores que querían hacer su agosto con entradas de más de 100 soles. Decidimos hacer nuestra pequeña huelga anti-revendedores y no entrar al concierto, ni hacer ninguna de las tremendas colas existentes.

Decidimos caminar y entrar al Museo de Arte de Lima. En esos eternos metros de camino hasta el MALI nos cruzamos con una variedad de personajes que aumentaban de color y brillo a cada paso: parejas de enamorados en jeans, mujeres con chompas y faldas multicolores, niños pésimamente disfrazados de Alborada – con pedazos de papel de cometa azul pegados a sus camisetas y flecos dorados de piñata incrustados en el papel azul y en las medias – como botas -, adolescentes con la indumentaria típica de la banda y hasta payasos mendigos que vendían boletos para su obra infantil que empezaba, en una cabaña adjunta, unos minutos antes al concierto de la banda.

En el museo dimos varias vueltas; primer piso, segundo, huacos retratos, cuadros modernistas, Sérvulo, esculturas, maderas, algunas fumadas, algunas conservadoras, paisajes, Cristos en todas las poses y mil cosas más que no nos alcanzó el tiempo pues decidimos volver a ver si a último minuto los revendedores bajaban el precio de las entradas.

Pero no, al llegar y re-negociar, los revendedores preferían quedarse con las entradas sin vender a rebajarlas menos a menos de 100 soles. Insistimos y, a minutos de empezar el espectáculo, conseguimos una rebaja de 5 míseros soles. Y peor aun fue al enterarnos que los dos tickets eran de asientos totalmente separados. Nos dijeron que eso no importaba, que todo el mundo se sentaba donde quisiera, pero no les creímos así que yo entré al recinto con una de las entradas para revisar si eran válidas y si podíamos sentarnos donde quisiéramos. Pasé la baranda de ingreso y me encontré con una enorme muchedumbre y un ruido ensordecedor que parecía una cueva llena de murciélagos. Comprobé lo que me decían: si bien todas las entradas eran numeradas, cada quien se sentaba donde se le daba la regalada gana. Ya no importaba si alguien llegó al final y compró un ticket en la última fila, lo veías gritando en la primera, si alguien gastó todos sus ahorros para estar en la zona VIP, ahora estaba reclamando a uno de los guardias su sitio. Empezó entonces la pelea: una chica colombiana que tenía entradas en la primera fila peleaba con una chola gorda bien sentada en primera fila. Vinieron dos tremendos mastodontes con polos rojos licrados a tratar de sacar a la señora, pero no supieron con quien se toparon. Apenas tocaron a la gorda esta forcejeó y todo el público comenzó con un ensordecedor pifeo y gritos de: “Abusivos”. Y es que claro, si sacaban a la gorda, tenían que reubicar a todo el anfiteatro.

Ubiqué un sitio vacío casi al final de las tribunas y me senté. Pronto estábamos ubicados, justo a tiempo en que empezaba el espectáculo; varias pantallas gigantes mostraban una entrevista a los miembros de la agrupación en la que comentaban sus vidas, temas sexuales, sus preferencias de ¿drogas? y sus gustos.

En ese momento prendieron unas luces muy fuertes que dejaron ver el imponente escenario donde Alborada se iba a presentar: un Machu Picchu enorme, con andenes incaicos de plástico y barnizados con laca brillante, que parecía imitar a las escenografías que Chespirito usaba en sus tan populares comedias. El santuario plastificado tenía tres niveles: en el de arriba se instalaron los violinistas, bajistas, bateristas y una veintena de músicos, en el segundo piso quedó una explanada para shows y bailes y el piso inferior quedó preparado para los cuatro sudakas bailarines.

En medio del bullicio y algarabía salieron, de uno de los costados, los cuatro danzantes totalmente de amarillo amostazado, con mil flecos dorados, ojotas amarradas hasta las pantorrillas y coronas cuzqueñas. Una chica, sentada a un metro de nosotros se paró para tomar una foto con una de esas cámaras Kodak amarillas ¿acuáticas? Y le siguió todo el anfiteatro: niños, señoras, señores, enamorados, viejitos y un montón de chicas adolescentes se pararon con tremendas pancartas a gritar histéricas como si estuvieran en un concierto ochentero de Menudo en el Amauta. Terminé de fotógrafo de todos y todas mis vecinas y con una oreja casi sorda por los gritos de una niña loca sentada atrás.

La estructura del show fue bastante movida y colorida, para cada canción había un acto especial: bailarines o trapecistas que danzaban con la música que tocaba Alborada. Algunos bien, otros patéticos, algunas danzas coordinadas, otras totalmente desordenadas, escenas de acrobacia, niños y todo lo que se puede ver en los teatros de Lima. Al final hicieron tantas cosas en un mismo espectáculo que daba la impresión de ser un Frankenstein con partes totalmente distintas, sin una integración real o sustento del espectáculo en su conjunto.

Todo el show siguió la misma tónica, los Alborada en la planta baja – simulando una pseudo-ópera – y el show en el segundo nivel. Hubieron momentos de éxtasis como Wayanacuy o Ananau, de recuerdos de niñez con Relámpago, de misticismo con Chirapaq, de baile con Siwar Dance y más emociones y nostalgia. El final, después de innumerables saltos y bailes, fue adornado por un grupo de niños que agitaban banderas de los países latinoamericanos.

La música de Alborada es buena, pero definitivamente la mística que inspiran sus discos no la plasman en el escenario; su esencia se evapora en las tablas y termina comercializándose a punto de ser una especie de Beatles folclóricos –con todo lo que eso acarrea- y llegando a la histeria colectiva que le quita toda el aura limpia y pura que transmite su música. Alborada está para más, para espectáculos que deberían ahondar el gran arte que llevan dentro y quizás poner en escena ambientaciones integrales con un propósito sustancial, que comunique algo – una referencia podría ser el Cirque du Soleil.

JC Magot 2007.


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Madrid… 3 años después…

Hoy día regresé a Madrid después de más de 3 años y la noto muy cambiada, lástima que sea para menos. El Madrid de hoy día es un Madrid sucio, muy peligroso, venido a menos. Muchos, demasiados, establecimientos con las lunas rotas, cerrados, otros por alquiler. Edificios enteros casi despoblados, seguramente llenos de murciélagos, que se asemejan a los peores años del centro de Lima. La Plaza España es un basural y el Quijote y Sancho respiran un remolino de polvo impresionante. Colillas de cigarros en todos los adoquines de la Gran Vìa. La gente apurada. Graffittis no comunicativos por todas partes.

Caminé entre la procesión de gente por la Gran Vía, a la Plaza España, a la Plaza Callao y no me siento un extraño. Me siento un español más, un habitante de esta cosmopólita urbe que, según dicen aunque no me consta, está en pleno desarrollo. La gente es la de siempre. Algunos góticos con nueve mil pedazos de metal incrustados en las cejas, boca, lenguas y de hecho en otras partes que no se ven. Gente chiflada con los pelos parados. Viejitas reunidas para tomar las cervezas del sábado por la noche en el Nebraska o Zahara. Señores ya mayores agarrados de la mano. Niñitas recontra maquilladas, con mini y fumando. Policìas revisando latinos por todas partes. Prostitutas rumanas en la calle Montera a todas horas. Españoles campechanos tratando de buscar conversa a toda hora. Los VIP’s saturados de gente, con colas de más de 20 personas para comer un sándwich. Las cafeterías que hacen extrañar a gritos a T’anta, Delicass y hasta a San Antonio. Los meseros que tiran la comida y sirve el jugo de naranja chorreando por todas partes. Calles cargadas y con aspecto muy denso.Se siente un tufillo, un tufillo feo que alerta directamente: «Algo no está bien» ¿Qué pasa Madrid?

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Cartagena de Yndias

Estoy ya en Lima después de un gran puente de mayo, soleado, divertido y enmarcado por la sobrecogedora belleza colombiana. Fue este un viaje fugaz, chiflado, interesante y relajador; pero algunos dicen que esos viajes y los que se deciden a último minuto son los mejores. Y quizás eso fue lo que nos pasó.

Llegamos a Cartagena de Yndias el sábado por la noche, después de una breve y movida escala en Bogotá. Al salir del aeropuerto, se observa una ciudad muy provinciana con gente bastante alegre y un lugar en el cual la pobreza aún está presente. El conductor hizo un desvío por el centro amurallado de la ciudad «para que vean la rumba colombiana» y nos encontramos con mucha gente atiborrando los principales sitio de Cartagena. Un tráfico excesivo frente a la muralla nos hace estancarnos por un buen rato, pero luego llegamos aceleradamente al hotel.

Lo primero que se siente en esta ciudad caribeña es el calor y humedad existente, algo así como una sauna al aire libre, que incluso nos hace empañar los lentes. Al principio es difícil caminar pues con lentes empañados no se ve mucho y sin lentes la miopía nos gana. Pero por suerte ese efecto parece desaparecer unos minutos después, no sé si por costumbre al empañamiento o por cambios de humedad por zona.

El Capilla del Mar no es un gran hotel, pero cumple con su objetivo. Nos dieron un buen cuarto, casi como un departamentito con varias habitaciones. Nos instalamos y volamos al centro para ver si agarrábamos algo de la movida sabatina, pero al llegar ya estaba por terminar. Eran un poco más de las 12 de la noche y Cartagena parecía una ciudad fantasma. Todos los establecimientos estaban cerrados o por cerrar. Caminamos por las callecitas y encontramos una especie de plaza con monumentos de fierro retorcidos y en una esquina una cantina de madera con estila cincuentero pasando huaracha y vallenato y con cuatro gordas bien morenas moviendo desforajidamente los mondongos, que rebotaban de un lado a otro como un hula-hula natural. Paseamos varios minutos por Cartagena Nocturna, pero la soledad y el cansancio nos tumbó y regresamos al hotel a descansar.

Al día siguiente nos levantamos temprano y tomamos desayuno en el restaurante del hotel: Té con limón, jugos de frutas exóticas, omelletes a la medida, arepas, frutas, etc y luego salimos del hotel para cambiar dólares por pesos colombianos antes de ir a la playa. Algo curioso es que la moneda colombiana está tan devaluada que ya casi no se usan monedas y la billetera se llena de billetes con los cuales no podemos comprar ni un chicle.

Playas y enyucadores de Cartagena
Al caminar por la península principal y las playas de Cartagena notamos que en la ciudad existe un mundo paralelo. Uno en donde habitan seres extraños, personas que venden ostras, sombreros, globos, ropa, lentes, viajes, masajes y cuanta cosa se le pueda ocurrir comprar a un turista inocente. Seres que no se dan por vencidoy se empeñan ferozmente en vender a toda costa y a cualquier persona o cosa viviente. Se encargan de perseguir, tocar, poner y acosar a cuanta gente tenga a su alrededor. Y lo peor es que los precios que quieren imponer son el equivalente a comprar una docena de ese producto o servicio en Lima. Decimos «no» y nos ponen el sombrero, «no tengo» exigen pago, «estoy con lentes» y nos zampan los lentes, «no tengo hambre» y nos abren las ostras, nos las ponen en la boca, «estoy cansado» y nos agarran las piernas para hacernos masajes, y los tenemos así por toda nuestra caminata, como colas de mono que nos atrapan por toda nuestra caminata. Y apenas nos sentamos en la playa frente al hotel, empiezan a atiborrarnos como moscas cuando ven un gran pastel de miel con duraznos. Automáticamente 3 morenas nos invanden el toldo y comienzan con los masajes en los dedos, pies y hombros. Nos embadurnan todo el cuerpo de un líquido viscoso verde que parece refrigerante de carro. Lorenza se llama una bien gorda y sin dientes. En plena sesión obligada de masajes ambulantes, viene un negrito a vender collares y nos planta uno en cada cuello “de cortesía”. En paralelo se aparece un vendedor de discos piratas de música típica colombiana que se tropieza con la masajeadora y embadurna todos sus discos del «puaj» verde.

Después de la tremenda arremetida de las pirañotas colombianas, y cuando las aguas ya estaban un poco más calmadas y nuestros bolsillos con moneditas… a orillas del Caribe y a pleno sol, se nos apareció San Martincito de Porras: un iluminado vendedor, el penúltimo, que nos ofrecía la Tierra Prometida: Las Islas del Rosario, unas islas paradisiacas en el Caribe colombiano donde no existen vendedores enyucadores, ni taxis apurados, ni busetas parranderas. Con los ojos abiertos como monedas, reservamos automáticamente boletos para el día siguiente.

El último – ¡por fín! – vendedor ambulante de Cartagena nos contactó cuando estábamos mar adentro, a 100 metros de la orilla y llegó nadando rápidamente con los brazos arriba. Vendía paseos en una banana enorme, jalada por un bote de pescador motorizado. Nos enyucaron la banana enorme y nos subimos a dar algunas vueltas por la península cartaginense. Ver a Cartagena alejada desde esa banana de plástico es impresionante: los edificios han verticalizado la ciudad, que casi parece tener un muro de contención al gran sol que la cubre cariñosamente todo el año.

Después de una mañana saturada de vendedores, decidimos ir a la piscina panorámica del último piso del hotel, donde nos dimos un aislado y cómodo chapuzón y almorzamos unos bifes de lomo, tratando de pasar por alto las frituras colombianas. Por la tarde enrumbamos al centro amurallado de la ciudad.

Centro Amurallado de Cartagena de Yndias
La antigua ciudad española de Cartagena fue amurallada hace más de 300 años para combatir a los piratas y saqueadores que trataban de robar el oro y fortuna almacenados en esta perla del Caribe. Construyeron murallas y fuertes alrededor de la ciudad y hasta en los archipiélagos de islas que circunscriben ciudad. Ahora, gracias al legado originado por los piratas y españoles, Cartagena es un lugar encantador: las murallas están prácticamente intactas y sirven de marco para un pueblito de callecitas angostas y casas muy juntas de estilo republicano, llena de balcones de madera, fachadas muy detallosas y colores por todas partes.

Caminamos por todo el centro, y poco a poco observamos cómo han incrustado tiendas, restaurantes, bares, tiendas y cuanto establecimiento comercial existe en las antiguas casonas cartaginenses. Y no desentona, es más, están muy bien cuidadas, restauradas y hacen de Cartagena una ciudad linda. Caminamos toda la tarde y vimos esmeraldas en anillos, obleas en la calle, una gran estatua de una gorda muy negra y pulida de Botero, muchas flores, balcones, casonas increíbles, iglesias y señoras cargando enormes canastones de frutas como si fueran gorros en la cabeza.

Vimos que las tiendas tenías objetos exóticos desde hamacas hasta ceniceros y artesanías con paisajes cuzqueños y que decían «Cartagena». Amargados por este incidente, reflexionamos y conluímos que era mejor no protestar para no quitar algunas exportaciones e ingresos a nuestras paisanas de la sierra.

Seguimos caminando por la ciudad, admirando las plazas y tomando fotos en los mejores ángulos que encontrábamos. Vagabundeamos varias horas hasta llegar a una zona de tiendas de ropa vanguardista y terminar exhaustos y hambrientos en un Creppes and Waffles, local colombiano que está por abrir en Lima y que es una especie de cafetería de clínica gringa. Vimos el reloj y ya era algo tarde, por lo que decidimos ir al hotel a descansadar pues al día siguiente deberíamos estar en el embarcadero a las 8am para ir a las islas del Rosario.

Islas del Rosario
Nos levantamos muy temprano, tomamos desayunos muy rápido en el hotel sin antes saborear los jugos exóticos y enrumbamos al embarcadero. Por supuesto que fuimos los primeros en llegar y es que nos habíamos olvidado que aún estábamos en latinoamérica, el paraíso de la informalidad y claro, imposible que el barco salga a la hora programada pues, «hay que esperar que lleguen todos» nos decían. Y como la mayoría estuvo de juerga el día anterior excepto nosotros que, por mongos, decidimos disciplinarnos y asistir puntualmente a la cita naviera.

El barco salió pasadas las 9:30am a una lentitud de bote a remos y es que tuvo que zarpar ante tanta queja de los puntuales. Las primera millas náuticas las recorrimos bastante lento, pues seguíamos esperando a los tardones, que llegaron media hora después en una lancha a toda velocidad. Abordaron y recién en ese momento, pasadas las 10am, con el barco y los bolsillos de los colombianos llenos, partimos velozmente a las islas.

En el barco, frente a mi, se sentó un gringo con su espora la hondureña, que toda coqueta llevaba su enorme hibisco en la oreja y no dejaba de mirar y coquetear con todo el mundo, sintiéndose como una sirena recién salida del Lago Maggiore o la última chupada de choro colombiano. LLevaba una ropa de baño llena de florcitas igualitas a la cortina de la ducha de la Natacha. El gringo hablaba con un argentino que se había sentado cerca de él y conversaban sobre la carne argentina, los Rolling Stones y los frigoríficos colombianos. De repente, una embarcación de color militar pasó apurada muy cerca a nuestro vapor motorizado. El gringo se paró en un instante y les tomo cuchumil fotos. «Son traficantes, usan ese barco porque no pasa por los radares». Todos nos miramos y nos entró un poco de preocupación, más que por el hecho de tener tan cerca un barco con drogas, por el hecho de ser testigos oculares de tan semejante conchudez en medio de la bahía, y a las 10 de la mañana de un día feriado.

Después de una hora de viaje entre islas, fuertes y sirenas encortinadas, llegamos a la Isla Mayor y la Playa Cocoliso. Definitivamente el panorama es muy distinto a Cartagena. El mar es turquesa, casi transparente, el aire es más fresco y la abundancia de pequeñas islas parecidas a los chistes de naufragos: islas redondas de 20 metros de diámetro, llenas de arena casi blanca, vegetación y unas cuantas palmeras cocoteras. Islas así abundan ahí, y forman un gran archipiélago coronado por la Isla Grande. Justo ahí desembarcamos, atónitos por el paradisiaco paraje, palpando la arena empolvada y saboreando el néctar de la isla. Después de unas rápidas instrucciones fuimos directo a la cabaña de buceo y nos inscribimos para sumergirnos para ver los corales cercanos.

Corales
Nos embarcamos en otra lancha – una más pequeña, que nos llevó al punto medio de una gran círculo que formaban 6 islas y que forman una especie de enorme piscina natural. Ahí, nos lanzamos al agua con cuidado pues el piso no es muy profundo y estaba lleno de corales. El guía submarino, un colombiano muy campechano, nos dió las instrucciones para usar correctamente las aletas, la máscara, el snorkel y nos enseña las señas, el truco de soplar por la nariz para evitar el dolor de oído bajo el agua y a escupir y limpiar la máscara con nuestra saliva para que «esté a nuestra temperatura y no se empañe».

Nadamos unos minutos y el guía comienza con el tour acuático: «¡Allá abajo!» exhaló, y tomó aire y se perdió en la profundidad. En ese momento me sumerjí lo más que pude y pude sentir que los tímpamos me explotaban. Soplé con la nariz tapada tal como lo había dicho el guía, pero igual no calmó. Subo a la superficie e intenté de nuevo. Nadé. Otra vez. Y poco a poco voy notando que cada vez los oídos duelen menos. Agarro confianza y pronto ya puedo bucear por varios minutos. Veo como los pescesitos menean su cola apurádamente para escapar de mis cariños o para alimentarse de un pedacito de plancton almacenado en el coral. Estuvimos dando muchas vueltas por el archipiélago, nos sumergimos por donde veíamos peces o corales en formas interesantes, dimos vueltas y piruetas sin gravedad en el agua. ¡Nos divertimos como niños en un recreo de kindergarten!

Cuando regresamos a la Isla Mayor, extenuados, fuimos directamente a dormir un rato a una de las calas cristalinas. Fue imposible, pues el mar es irresistible. De nuevo nos lanzamos al agua y dormimos la siesta en el agua que costó bastante pues tengo una erisipela que hoy día, 20 días después, me sigue doliendo. Algo curioso fueron las sombrillas y las poltronas de la isla, muy estilizadas y sinuosideales, dignas del danzante paraje.

El almuerzo en pleno Caribe estuvo genial. Un pescado al horno muy suculento junto a guarniciones colombianas de plátano con arroz y distintos vegetales isleños. Después del banquete nos echamos a descansar en una hamacas colgada en las palmeras de un malecón que avistaba la playa. Dormimos con una impresionante vista hasta que llegó el barco y tuvimos que enrumbar tristemente de regreso a Cartagena. En el barco de regreso, junto a una gran tormenta que se acercaba, nos preguntamos: ¿por qué no reservamos antes el hotel Cocoliso de la Isla Grande?

La última noche en Cartagena fue muy tranquila y amena. Regresamos al centro amurallado; esta vez para tomarnos unos tragos en Café del Mar, un lounge bar construido en una de las esquinas de la muralla, algo que en Lima el INC hubiera de hecho observado e impedido. El bar está muy bien hecho y el servicio y su carta son de primera.

El final del viaje fue en el Restaurante Plaza de Armas, en la calle de la artillería – pleno centro, en donde nos sirvieron varias exquisiteces italo-colombianas y coronaron el viaje con un extraordinario postre, el garrapiñado, que nos dejó con ganas de más colorido colombiano.

Al regreso hicimos una parada obligatoria en Bogotá, dónde estuvimos algunas horas antes de regresar a Lima. De Bogotá se percibe una armonía natural, representada principalmente por el gran verdor existente. Esperamos en otra oportunidad conocer a fondo la capital de la Gran Colombia.

En el avión a Lima nos preguntamos: ¿siempre hay que planear los viajes? Creo que los improvisados a veces suelen sorprendernos y dejarnos extasiados.

JC Magot 2007.05.25

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Caral

Hoy viajé en el tiempo hasta los inicios de la civilización americana, a una enorme ciudad de piedra y barro con pirámides y anfiteatros en el Valle del río Supe, ciudad que los arqueólogos modernos han bautizado como Caral.

Ida
La ida por la Panamericana Norte auguraba un día muy nublado, especialmente en Pasamayo, donde las nubes parecen brotar de la carretera y entreverarse con el viento, las dunas, los camiones, las camionetas, los autobuses, los automóviles y la emoción que cercaba la camioneta.

Viajamos más de dos horas y, después de comer un buen sánguche de chicharrón en uno de los grifos cercanos a Huacho y de terminar sorprendidos por la cantidad de invasiones y pueblos jóvenes que han crecido alrededor de las dunas anconeras, llegamos al kilómetro 184 de la Panamericana Norte, en Barranca.

Hicimos un alto por varios minutos y luego nos adentramos en un camino sin asfaltar y muy áspero. Ese tramo del viaje fue algo largo y no por la distancia, sino por lo rústico del camino, pero se hizo corto gracias al paisaje visual que ofrece el valle del río Supe, que nos exhibe muchos sembríos, plantaciones, animales y pobladores.

Caral
Pronto pasamos por la parte izquierda de las ruinas, botando polvo con la camioneta y al estacionar, lo primero que vimos fue la pequeña estación turística que muy bien ha montado el Proyecto Caral, la cual no desentona con las ruinas y el paisaje y está marcada principalmente por esteras refinadas y madera del valle. En ese pequeño módulo, hay chozas de tiendas, un restaurante y zonas para artesanos.

En ese parador descansamos unos minutos, pagamos las entradas y nos inmiscuímos en la ciudad capital de Supe.

Altar de fuego
En Caral se siente la presencia del fuego por muchos rincones, dado que en la época de esplendor de esta civilización el fuego o la quema era la forma de adoración más grande. Como debía ser, el altar principal es uno especialmente hecho para fuego, una especie de horno andino, diseñado en forma circular con entradas y salidas especiales de aire para avivar la brasa. Actualmente el altar está en restauración, y se dice tenía una altura de más de dos metros.

Anfiteatro
Cerca del altar está el gran anfiteatro de Caral, que consiste en un gran escenario circular de piedra y dos escaleras de acceso. Algo interesante es que toda la ciudad de Caral ha sido construida con piedras no muy pulidas y unidas desordenamente con barro que, en esta antigua ciudad, hace las veces del cemento en la selva de cemento limeña.

Pirámides
En la urbe ancestral existen 7 pirámides, las cuales están muy deterioradas, por lo que los arqueólogos están muy afanados en reconstruirlas. Son todas escalonadas, con escaleras centrales muy empinadas y hechas de piedra. Lástima que aún no se les llegue a apreciar en su total magnitud. Pienso que el Proyecto Caral debería trabajar, aparte de excavación y conservación, en ofrecer una visión más palpable de la vida en la ciudad. Quizás reconstruir totalmente una de las pirámides y montar una escenografía que muestre a sacerdotes realizando ceremonias, sería una buena alternativa para conocer mejor a la civilización que existió en esa zona hace ya tantos años.

Huanca
Frente a una de las pirámides, existe una piedra grande y larga, en forma de reloj solar que apunta y juega con dos pirámides. La plazoleta con el monumento de piedra es quizás el sitio más acogedor de Caral y el que debe necesitar una explicación científica con urgencia. El Proyecto Caral aún está en sus inicios y comentan que sólo el 30% de la infraestructura ha sido excavada y por ende, aún quedan muchas preguntas por contestar.

Pirámide Mayor
La Pirámide Mayor, aparte de ser la pirámide más grande, es la construcción principal de Caral. Cuenta con un pequeño anfiteatro, con dos entradas flanqueadas por dos grandes piedras que hacen las veces de columnas de pórtico y por plazuelas pequeñas.

Alrededor de todas las dunas que entierran parte de la pirámide, notamos con emoción las formas sinusoidales que se crean con el viento, cambiando la estática y geometría lineal de los monumentos, por un movimiento de vida alrededor de la danzante Pirámide Trunca.

El guía nos cuenta que las viviendas de los pobladores de Caral se ubicaban en los alrededores de las pirámides y templos actuales, zona que hoy es una gran pampa desértica. Nos comenta también que usaban silos comunes y que los excrementos eran usados como ofrendas a los dioses.

Valle
La ciudad de Caral está construida en una pampa desértica, encima de una gran loma y en medio de un desierto, o mejor dicho, en una enorme duna de 66 hectáreas, al costado del Valle del río Supe.

Desde puntos estratégicos de Caral, se ve, a lo lejos, el Valle del río Supe; Verde y colorido, es el regocijo visual que nuestros ojos necesitaban después del monótono color del desierto. Es ese mismo río y valle los que le daban vida a los habitantes de esta ciudad, principalmente agricultores y pescadores, y quizás ese mismo paisaje el que inspiraba a nuestros antepasados a vivir tranquilos y en paz.

Epílogo
Caral muestra los restos de una civilización muy antigua que se desarrolló en el Perú, y por eso debemos estar atentos a descubrir qué nos tienen preparado los arqueólogos para conocer más la Nación que somos y poder así ver el futuro con mayor esmero.

Visualmente Caral muestra una infraestructura lineal o geométrica básica, sin mucho arte, pero que muestra un conocimiento científico interesante. Aún así, y si bien todo el paisaje de la ciudadela es muy armónico y simple, está muy lejos de las civilizaciones contemporáneas como Egipto, Mesopotamia o China.

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Puno

Acabo de regresar a Lima después de cinco días intensos en la sierra sur peruana, cambiando de aire y conociendo aún más la vasta riqueza y el potencial turístico del país.

Salí de Lima el miércoles al mediodía, después de una mañana movida con una reunión importante y una fuerte neblina que casi me hace perder el vuelo. Hace mucho tiempo que no tomaba un avión para un viaje interno y mi primera impresión fue lo bien que han habilitado el nuevo terminal del aeropuerto Jorge Chávez, tanto así que pienso compite mano a mano con cualquier otro aeropuerto del mundo.

El vuelo tomó más tiempo de lo normal por una parada en Arequipa, por lo que llegamos a Juliaca terminando la tarde del miércoles. En el aeropuerto altiplánico nos esperaba toda la alta dirección de Electropuno, quienes nos saludaron y, después de una breve conversación, nos llevaron directamente a Puno, al hotel Qelqatani.

El trayecto de Juliaca a Puno fue rápido pero muy emotivo: el paisaje puneño se enmarca dentro del más perfecto cuadro minimalista existente, y el contraste de celestes con blancos y verdes con amarillos, difuminados a través de la fría y lluviosa ventana de vapor caliente, transmiten grandeza y soledad infinita.

En Puno reposamos unas horas y por la noche, salimos a pasear por el centro de la ciudad. En esa caminata, lo primero que se siente, aparte de un adormecimiento integral generado por la altura, es un choque cultural enorme, propulsado por la presencia de muchos turistas, en especial españoles y por la insólita música gringa que se escucha por todos los rincones del centro de la ciudad: arrullando a una niña en el puesto de artesanías, gritando en la discoteca tempranera más bullanguera del Jirón Lima y relajando a los foráneos en los restaurantes novo-puneños.

En el centro de Puno existen dos lugares principales: la Plaza de Armas y la Plaza Pino, que se conectan entre sí por el Jirón Lima. En la Plaza de Armas, resalta la Catedral por su belleza, icono religioso hecho de piedra de loza rojiza, adornada por algunos tallados y una cruz de madera a la izquierda; y la Municipalidad, un elefante blanco enorme con diseño moderno, que parece traída directamente de Marte para desubicar a los puneños.

Más tarde nos encontramos con representantes de la empresa y fuimos al restaurante Huanchacos, un lugar que mezcla costumbres andinas con norteñas. El local es uno muy cargado, con murales enmarcados de adobe, paredes de totora y una enorme y colorida sombrilla de playa que, colgada del techo, emite excesiva luz. Ese día comí, a recomendación de nuestros amigos, una gran trucha del Lago Titicaca al vapor con legumbres, y tomé una bebida caliente puneña: el Huacsapata, elaborada con vino y pisco. Fue una gran velada y la comida puneña pasó el examen con muy alta nota. Pronto regresamos al hotel, pues al día siguiente teníamos una reunión importante y estábamos cansados del viaje y del primer día en la altura puneña.

La mañana siguiente nos recogieron temprano y fuimos a la reunión pactada. Ahí estuvimos toda la mañana, mientras conversábamos y escuchábamos la sustentación. A la hora de almuerzo nos invitaron al nuevo restaurante del Hotel Sonesta, frente al Lago Titicaca, que tiene una vista privilegiada de Puno y del lago. Cerca al hotel está anclado el barco Yavarí, el más antiguo del Perú, fabricado en Inglaterra en los 1800, desmontado y traído a Puno en burro desde la costa. Cruzamos un momento un puente colgante y visitamos la embarcación. Fue muy peculiar la historia del barco y la simpática manera que tiene el guía de contarla.

Desde el barco se observa, al fondo de la bahía, en la Isla Esteves, el Hotel Libertador, todo blanco iluminando el soleado día puneño y brillando como una perla en medio del Lago Titicaca.

El tiempo era corto, pues el bus a Cuzco nos esperaba a las cuatro de la tarde. Estupefacto por el paraje y comiendo alpaca con gnoccis, no podía dejar de pensar en cómo podría ser el futuro puneño si se sigue trabajando con fuerza hacia delante. El Lago Titicaca tiene una gran riqueza económica y un potencial turístico que podría hacer de la zona un lugar muy desarrollado.

En el terminal de bus nunca olvidaré a una señora anciana aymara que, vestida con poncho muy negro, estaba sentada muy tranquila en una banca. Noté inmediatamente sus innumerables arrugas, que podrían denotar una gran amargura, pero que después de varios segundos de contemplación, reflejan una ternura ancestral.

Puno es inmenso y en cada rincón cercano al lago se respira una calma profunda que da el aire y respiro necesario que todo gerente busca entre sus sábanas de terciopelo y sus perfumados jacuzzis.

Al salir de Puno en bus, en el cerro más alto, un cóndor muy grande vigila Puno. Con sus alas abiertas apunta sigilosamente al Lago y perfuma el aroma con plumas y soledad. Desde el monumento al cóndor hasta las entrañas del lago, se levanta Puno; fluyendo a lo largo de los cerro hasta desembocar en el Lago Titicaca, pasando por plazas, enormes monumentos al Ekeko y la Zampoña, avenidas muy angostas y pendientes, con calles de piedras que parecerían ser el antecesor de las montañas rusas y mezclando construcciones muy antiguas con nuevas.

Estuve muy poco tiempo en Puno, pero fue una experiencia totalmente distinta a lo imaginado. Al contemplar el paisaje de la bahía encontré una paz y belleza única, que me hizo olvidar la hora, el lugar, las personas, Puno y Lima por unos minutos.

Pronto tomamos el bus, y nos fuimos.

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Ancón

Siempre en épocas calurosas, desde que tuve uso de razón hasta que murió mi abuela, toda la familia se mudaba a Ancón, lugar ideal para el verano ubicado a muchos kilómetros norte de Lima; eran momentos de libertad y diversión pura sin más preocupaciones que el pinchazo de una rueda de bicicleta y la pérdida de una sesión de cine antiguo. Ahí, junto a las playas astilladas, los barcos y casas abandonadas fue donde mi inocencia veraniega nació, divagó y vivió durante muchas lunas hasta expirar lentamente con la mamama.

Hace algunos años me visitó la nostalgia y enfermé gravemente; después de un día cargado de estrés por el trabajo decidí no regresar a la oficina y enrumbarme a tan bello paraje infantil; emprendí viaje por la Panamericana, con terno y corbata, hasta arribar al recordado balneario norteño.

Llegué muy tarde, casi a medianoche y Ancón estaba muy oscuro y lúgubre; desde el principio me percaté de que no existían muchos cambios a lo largo de éstos años. Al acercarme y tratar de entrar en la playa de estacionamiento la vía se hizo muy angosta y sinuosa, cuesta abajo en un cerro, y para poder aparcar tuve que girar el timón rápidamente de un lado al otro y hacer los mismos malabares con los que mi padre luchaba veinte años atrás. Justo en ese momento, cuando ya se olía el aroma a humedad, óxido y aceite quemado del garaje, un coche encendió las luces y se dispuso a salir, y como la pista es de una sola vía terminamos cruzando parachoques, miradas y fuertes alusiones a la familia.

Caminé por las nocturnas callecitas anconeras, por el amplio malecón y encontré muy poca gente, excesivo frió, cuantiosa arena y profundos recuerdos que agudizaron mi enfermedad sentimental: desde el sabor y sonido del estruendo marino, la fría suavidad de la arena y el dolor de las astillas de los barcos abandonados hasta el aroma del pescado en el muelle principal, el suave aleteo de los pelícanos y las pocas luces de los edificios frente al mar me incitaban a recordar mi niñez y el tiempo que viví en ese paraíso.

Al amanecer, en la húmeda cama de hostal, visité el portal del edificio dónde veraneaba la familia; era el Casino de Ancón, con sus innumerables y pequeñas escalinatas que daban al corredor principal del edificio y a las instalaciones del casino. Me senté en varios escalones a recordar y observar el aire y el mar cuando de pronto tres revoltosos niños casi me atropellan al bajar con sus enormes bicicletas de paseo: el más alto llevaba lentes muy antiguos de carey, un inmaculado polo de rayas azules y blancas que le llegaba hasta justo encima del ombligo, un pantalón blanco hasta las rodillas, zapatillas azules con cocos y un reloj digital enorme amarrado en su delgada muñeca; el segundo era gordito, con un polo blanco que dejaba leer “Texaco”, un traje de baño negro y una zapatillas rojas y blancas; el último niño era muy pequeño, blanco y rubio, estaba muy flaco, se le notaban las costillas y parecía el más travieso de la pandilla. Salieron muy rápido desde la oscuridad de la puerta principal del edificio, sin preocuparse de nada y ni se dieron cuenta de que yo estaba sentado; pasaron a mi lado como cuando las flechas de vaqueros rozaban los vellos de los apaches.

Yo siempre salía a montar bicicleta por Ancón con mi hermano y mis primos; hacíamos carreras muy disputadas por el malecón, desde la heladería D’onofrio hasta el Yatch Club. En el trayecto esquivábamos anconetas, heladeros, surfistas, barquilleros, señoras en grupos lentos, señores solitarios observando bikinis, niños pequeños con bicicletas de rueditas y otros un poco más grandes en enormes bicicletas de paseo, adolescentes fumando, niñas llorando en busca de mamá, parejas de enamorados agarrados de las manos, señoras vendiendo guargüeros y tamales y perros callejeros oliendo los zapatos de los señores morbosos y los de las señoras lentas.

Me acuerdo de un día en que al regresar al edificio, agotado de tanto ejercicio y aullido y maldición de la gente casi atropellada, topé con un señor muy extraño con lentes negros sentado en la escalera que me miraba muy extraño y sorprendido. No le hice caso, pero esa mirada se me quedó clavada en la memoria y siempre aparecía en mis sueños y ensueños.

Permanecí una hora más sentado en las incómodas escalinatas antes de subir al departamento. No pensé en nada, sólo observé las olas del mar, los barcos abandonados y el andar de la gente y de las anconetas. Toque varias veces el portón hasta que, tímidamente, el niño con lentes de carey acudió a mi llamada. Me abrió la puerta a medias y se quedó helado en el acto; noté su temor en el constante golpeteo de su mano contra la puerta; pregunté: “¿Eres tu Juan Carlos?”. Él asintió temerosamente y abrió la puerta.

La vivienda era la misma que recordaba en mis sueños de infancia, ¡estaba intacta! La entrada permanecía adornada con enormes flores secas junto al arcaico teléfono; el mágico comedor poseía los cuadros de paisajes españoles que tanto me gustaba ver; en la mesa, mi abuela jugaba al gin con mi madre; en una mesa contigua, mi abuelo escuchaba las novedades hípicas en una radio negra, cuadrada y con dial y leía sus revistas junto a su imprescindible papel higiénico; en medio de ambas mesas todavía permanecía el televisor en dónde vi de nuevo la fatídica explosión del Challenger.

Caminé por el pasadizo hacia el exterior, los saludé pero no me vieron, parecían muy concentrados en sus tareas. Al llegar a la amplia terraza noté que toda la mueblería se mantenía en perfecto estado; en el centro, una fría hamaca turquesa poseía una magia especial y era el centro de atención de todo Ancón. Mecerse en el mencionado artefacto tenía su truco y generaba un placer indescriptible.

La roja terraza estaba habitada por muchos niños, unos montaban bicicleta, otros corrían, otros lanzaban globos de agua a las anconetas, otros se enjuagaban las manos en pétalos de flores antes de echarlos sobre la procesión. En ese mismo instante, atrás de la hamaca turquesa, mi padre jugaba póquer con dados, tomaba gin y emitía gemidos masculinos junto a sus hermanos y una curiosa niña que se inmiscuía en el juego y el licor.

Caminé despacio junto a la majestuosidad de la vista anconera; desde ese lugar privilegiado se podía observar muy claro el tránsito de personas por el malecón, en la playa, entre las barcas, alrededor de las casas embrujadas, en los balcones de los edificios; montar anconetas y bicicletas; pescar en el muelle; nadar y bucear en el mar; manejar y chocar los pedalones; esquiar y flirtear en las lanchas; dormir en los yates; cegarse con el sol.

Recuerdo con ansiedad las puestas de sol, pasando del calor al frío sentado en la hamaca junto a mi abuela. Siempre quería quedarme hasta que todo fuera oscuro, y mi mamama siempre aceptaba. Al final terminaba con la cabeza recostada en sus faldas y ella quizás algo molesta porque no sabía qué hacer para moverse. En fin, siempre pasaba lo mismo, pero ninguno de los dos intentaba no repetirlo.

Me senté en la hamaca verde de la abuela y observé el mar y todos los pequeños acontecimientos que sucedían a mi alrededor sin que nadie se percatara de mi presencia. En ese momento, el pequeño niño de lentes de carey se me acercó y se sentó a mi lado. Noté en sus enormes ojos una enorme lucha interna por sobrevivir en el mundo, por nacer, por vivir, por crecer. En sus expresiones confirmé su gran timidez y su afán por hacer las cosas bien. Era un niño introvertido, travieso y tímido, pero bueno.

Me preguntó que quién era yo; le contesté que un amigo suyo, un gran amigo, uno que nunca había tenido y que jamás tendría. Frunció la nariz y me respondió que cómo podía ser su amigo si no me conocía; le dije que si me conocía, sólo que estaba muy cambiado, ahora era trabajador, idealista, detallista. Hablamos un buen rato y me contó algunas hazañas con su bicicleta y los pedalones y yo le conté de mis viajes por Europa y Estados Unidos. Perdió el miedo y tomó confianza muy pronto, contándome algunas cosas que no quería oír, como los choques de bicicletas y algunas muertes de niños en el malecón.

Charlamos durante mucho tiempo más hasta que mi madre lo llamó a cenar. Acotó que yo era un tipo extraño pero que le había caído bien y que ojalá nos viéramos de nuevo; yo le aconsejé tener más seguridad y libertad. Se despidió con un apretón de manos y en ese momento notamos que en la unión de las dos manos se reconstruía el mismo lunar que ambos teníamos. El se asustó y corrió hasta las faldas de su madre con un grito espeluznante.

En ese momento me paré y caminé por la terraza, y absorbí una vez más la fría brisa del mar de Ancón. Respiré la nostalgia de la nobleza de la abuela, de la gracia del abuelo, del dinamismo de papá. Cuando volví la cabeza ya no estaba la hamaca, ni la radio negra de las carreras, ni las desgastadas cartas de plástico, ni las coloridas flores secas. Todo había desaparecido en el aire: la hamaca, los pétalos de rosa, los globos, las sillas, las mesas, mis abuelos, mi padre.

JC Magot 2005

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